En Retratos públicos Laura Malosetti Costa se sumerge, al igual que lo ha hecho en trabajos previos, en aquellos momentos en que las imágenes —pinturas, daguerrotipos, grabados— despertaban pasiones. Su objeto de análisis son los rostros, mejor dicho, la apariencia de los héroes, y en menor medida las heroínas, que protagonizaron la historia independiente de las naciones americanas. Esta temática, que así enunciada parece severa, casi quirúrgica, en realidad fue un proceso que, tal como Laura despliega en su libro, estuvo cargado de irracionalidad, de emoción y de decisiones estratégicas. En palabras de la autora se trata de artefactos que condensaron gran intensidad dramática, que despertaban acalorados debates, y que triunfaron al volverse canónicos y multiplicarse en despachos oficiales, en museos de provincias, en láminas y manuales escolares o que cayeron en olvidos inexplicables para quedar arrumbados en depósitos, bibliotecas o archivos.
La reconstrucción de esta historia lleva a Laura a dilucidar varios enigmas, a veces mediante fuentes múltiples y copiosas y otras a través de hipótesis sugestivas pero no por eso menos convincentes, para comprender por qué unas imágenes terminaron imponiéndose por sobre otras. Hace tiempo que Laura nos ha enseñado que el ser del retrato, más allá de su fidelidad o verosimilitud, descansa, finalmente, en su eficacia. Reside en un pacto intrínseco que se establece entre artífice y retratado o comitente/s, refrendado más tarde por iconógrafos e historiadores y reactivado, indefectiblemente, por el público más amplio que lo desecha o lo sostiene a lo largo del tiempo.
José Gil de Castro, Simón Bolívar (1825), óleo sobre tela, 208 x 134 cm, Casa de la Libertad, Sucre.
A partir de casos como el de Simón Bolívar entre Venezuela, Perú y Colombia, Manuel Belgrano en Argentina o Francisco de Miranda en Venezuela, la autora desanda cómo se construyó públicamente la “imagen del héroe”. A veces el proceso comenzó en vida de estos hombres y mujeres ilustres. Fue posible retratarlos del natural y en raras ocasiones contar con tomas fotográficas a través de la técnica del daguerrotipo, como sucedió con el ya anciano José de San Martín o con la chilena Javiera Carrera posando con ropas de luto por la pérdida trágica de sus hermanos generales. En otros casos, el camino se inició cuando ya no era factible captar su fisonomía del vero, y entonces fue necesario inspirarse en las facciones de sus descendientes, en las descripciones de quienes los habían conocido, o por el contrario recurrir a algún compatriota que podía encarnar esa apariencia funcional a la devoción laica. Sin embargo, el haber tenido al personaje ante los ojos del pintor o frente a la lente de la cámara no garantizaba el éxito de ese artefacto. La persistencia de determinadas imágenes se explica, más que en la pericia de su realizador, en las proyecciones colectivas respecto de la historia pasada y la activación presente de ese héroe o heroína, y la posibilidad de esa representación de ser depositaria de ellas.
Retrato del general José de San Martín (1848), daguerrotipo, 10 x 8 cm, Museo Histórico Nacional, Buenos Aires.
En cada uno de los objetos que Laura examina a lo largo de los nueve capítulos del libro, con esa mezcla de erudición y sensibilidad que le es tan propia, nos convence de cómo la heroicidad moderna depende del éxito de sus retratos. En esta construcción, las expectativas del género eran centrales. Los próceres debían encarnar el paradigma masculino hegemónico: una fisonomía varonil que exhibiera vigor y don de liderazgo, pero a la vez mesura para dirigir multitudes y resistir las afrentas de la lucha. En ese sentido, los uniformes y condecoraciones militares contribuyeron a reforzar esta idea de heroicidad viril, mientras que retratos “civiles” como los de Manuel Belgrano o Francisco de Miranda en la Carraca, fueron asociadas con cualidades, como la melancolía, no siempre esperables en estos líderes marciales. Asimismo, las proyecciones respecto del considerado “sexo débil” no hacían imaginable la representación de mujeres guerreras, menos aún afrodescendientes o mestizas. Esto sucedió con Juana Azurduy quien permaneció largo tiempo por fuera del panteón de héroes nacionales, no siendo retratada en vida, por más que había tenido un rol clave en las batallas del Alto Perú.
Alberto Korda, El guerrillero heroico (1960). Pinélides Fusco, Eva Perón (1948).
El poder de las imágenes, su utilidad y capacidad de transmisión inmediata, aunque no unívoca, de ideologías, es un tema que los libertadores americanos captaron con rapidez. Tanto Bolívar como San Martín fueron retratados numerosas veces durante su vida, y el primero fue altamente consciente de la importancia de la circulación de “una profusa parafernalia simbólica alrededor de su figura” como lo entendería también el gobernador bonaerense Juan Manuel de Rosas unas décadas más tarde. Este es el hilo que conecta los mecanismos que sustentan los retratos estratégicos de los “padres” de la nación con los íconos políticos de mediados del siglo XX: Eva Perón y Ernesto “Che” Guevara con los que Laura cierra su trabajo. Precisamente, en la devoción que despertaron, y despiertan, ambas figuras tuvo un peso sustantivo la autoconciencia con la forjaron sus apariencias a la hora posar y sostener la mirada ante la lente del fotógrafo o durante las sesiones de pintura.
En suma, Laura nos ayuda una vez más, a no ser ingenuos a la hora de enfrentarnos a las imágenes de los líderes del pasado y el presente. En cada una de las publicidades, de los memes o gifs que hoy se imponen sobre el resto, hay un proceso complejo, que merece ser recorrido y en el que el protagonista, el productor y sus diversos públicos juegan roles diversos, que además son factibles de modificarse a través del tiempo. Todo eso y mucho nos arroja la placentera lectura de Retratos públicos.
Marisa Baldasarre
Historiadora del arte, docente e investigadora de la Universidad Nacional de San Martín,
Directora Nacional de Museos del Ministerio de Cultura de la Nación.