Hace un tiempo mi cuerpo padece afecciones que me han disminuido. No quiero pensar en una muela que se me pulverizó y tiene que ser reemplazada en una costosa cirugía, no quiero hablar de la caída del pelo, de los kilos ganados, de los dos clavos que tengo en la rodilla izquierda, de una enfermedad crónica, mi diabetes, y de mi rodilla derecha que tiene artrosis como efecto de una práctica irresponsable de un deporte amado. Pero Variaciones sobre el cuerpo, de Michel Serres, me ha obligado a prestarle atención a mi cuerpo como no lo he querido hacer en los últimos tiempos. “Un modo cambia de cuerpo o de relación saliendo de la infancia o entrando a la vejez. Crecimiento, envejecimiento, enfermedad: nos es difícil ver al mismo individuo”, recuerda Adrián Cangi, en el prólogo a este libro, que dice Deleuze, y como dirían mis alumnos, me da en el centro del corazón (mis alumnos, Pulgarcites víctimas de un sistema que no los entiende, hablan otra lengua y dicen: “en el cora”). Sostiene Serres: “La menor sustracción arranca sufrimientos radicales a nuestra suma indivisa”.
Pero en Serres (resumamos su extensa trayectoria con un breve de Wikipedia para hacerle honor a su visión del presente/futuro: filósofo e historiador de las ciencias, miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes y de la Academia Francesa, en donde ocupó el asiento número 18), lo que prevalece, antes que ese derrotismo del dolor, es el optimismo del cuerpo. Si uno transita por este mapa poético de variaciones sobre el tema del cuerpo humano, resuena la discusión más o menos abierta con Descartes y con tradición filosófica que hace de la cabeza el centro del saber, mientras que para Serres la cabeza es tonta y el cuerpo genial. Después de ese despliegue descriptivo acerca de las maravillas de un ser que puede siempre transformarse, relumbran ideas que golpean nuestras intuiciones más inmediatas. ¿No creemos que lo humano consiste en la razón, en esa fantasía que podemos imaginar como un espacio cartesiano parecido a un render vacío? Dice Serres: “Un procedimiento maquinal puede reemplazar cualquier operación del entendimiento, pero nunca los actos del cuerpo. En un oficio sin embargo intelectual, nadie me ayudó como lo hicieron mis profesores de gimnasia”.
Pero se impone, sobre todo, la frase afirmativa con la que el filósofo francés responde a una pregunta que el creciente interés en Spinoza ha transformado en material de remera, taza o sticker. ¿Qué es lo que puede un cuerpo? Michel Serres (que también fue marino y alpinista, y que en algunas fotos aparece de jogging y zapatillas de running) opina que un cuerpo humano, esa maravilla flexible, siempre capaz de un penúltimo estirón, lo puede todo:
“Por el contrario, cuántos eruditos dictaminan que el cuerpo homínido, endeble y puesto por la naturaleza en el lugar más débil entre los seres vivientes, no puede gran cosa. Esta burrada data de por lo menos tres milenios […]. Que por el contrario, en efecto, con la mano, el pie, el corazón, los nervios y los músculos… en destreza, poder, flexibilidad, adaptación y aliento… marinos, madres, montañistas, acróbatas, cirujanos, atletas, luchadores, viajeras, prestidigitadores, virtuosos… prevalezcan, en desempeños de todo tipo y en cada disciplina estrictamente física, sobre el conjunto de los animales cuyas especies se especializan en gestos definidos… que las diversas etnias se difundan sobre el planeta, enfrentando los climas más extremos que solamente la evolución, a lo largo de millones de años, permite que los animales soporten… […] esta experiencia general no parece asombrar a estas filosofías ocupadas en repetir la letanía de nuestras debilidades. ¿Del cuerpo de quién están hablando?”
No del de estas mujeres.
Variaciones sobre el cuerpo es un libro lírico y hermoso que nos hace, a nuestros cuarenta y pico y con clavos en la rodilla, buscar la planilla de afiliación a una escuela de parkour. En el medio, se las ingenia para recorrer las distintas formas de emergencia del saber en la experiencia de lo corporal, y al indagar sobre el origen mímico de ese saber humano, darle una vuelta al enigma del huevo y la gallina que deja a nuestra vieja mente (esa tonta) temblando: ¿a quién imitó el primero de nosotros?
En Pulgarcita, ese sujeto de saber ha cambiado (de hecho, con el femenino y su explicación Serres se anticipó a la explosión de la “marea verde”). El mundo ha padecido un sismo tan profundo que estamos frente a una mutación simultánea del sujeto de conocimiento y de todo nuestro entorno. Yo escribo libros, y al mismo tiempo soy docente. Mi manera de imaginar mi propia existencia en el mundo está atravesada por la idea de un creador romántico, dueño de una técnica sofisticada relacionada con el arte al que se dedica, y acreedor del lugar privilegiado de enunciación que corresponde al catedrático, al docente, al que ocupa el centro de un espacio concéntrico en el aula, en la sala de conferencias: ese mundo ha muerto, nos dice Serres. Así como la imprenta llevó a Montaigne a preferir una “cabeza bien hecha” antes que “una cabeza bien llena”, innecesaria en la medida en que el saber se ubica en el soporte libro.
Hoy que la “cabeza bien hecha” está en la computadora, tampoco nos hace falta: el héroe de hoy es la refulgentemente blanca y creativa cabeza vacía, que usa la objetivación de sus funciones cognitivas (las que cubre la compu) para inventar. El saber está en todas partes y el histrión docente, el que detenta el saber, es una pieza de museo: ¿por qué el auditorio de nuestros alumnos va a hacer silencio frente a la oferta única de un discurso no demandado, cuando lo que dice el docente parlante está infinitamente dicho y al alcance de la mano en la red? ¿Por esperar a que el genio romántico nos entregue su talento exquisito y sofisticado cuando puede hacerse arte con una notebook otorgada por el Estado argentino?
Al respecto, un amigo al que no conozco personalmente y que vive en otra provincia (Serres lo dice: estamos en un mundo de vecindades inmediatas) me comenta que cuando le preguntaron a Bizarrap (el artista argentino más escuchado, visto, demandado en cualquier plataforma digital quién era Jethro Tull o David Cronemberg, no lo sabía. Nuestros jóvenes no hacen reverencias a los nombres propios, no hacen silencio cuando no hace falta, y están esperando a que se jubilen los últimos restos de los que cortan el bacalao en el caduco tejido institucional global para que la especie (empezando por los sistemas educativos, pero también por nuestra relación con el planeta) esté a la altura de sus propias mutaciones.
Todo suena un poco al Diario de la guerra del cerdo (la pueden ver acá) y es tremendamente injusto para nuestra generación, que esperamos pacientemente nuestro turno de ocupar los estrados, para empezar a hablar frente a un silencio que nunca llegó, porque lo que teníamos para decir competía con un universo infinito en el que todo estaba dicho. De ahí que mis colegas parezcan al borde de un ataque de nervios y los talleres docentes, sesiones de terapia grupal en la que el egoísmo y la falta de pertenencia de los alumnos es un tema preferencial. Al respecto, dice Serres: “Este individuo recién nacido resulta, antes bien, una buena noticia. Si se ponen en la balanza los inconvenientes de lo que los viejos cascarrabias llaman ‘egoísmo’ junto con los crímenes cometidos por y para la libido de pertenencia –cientos de millones de muertos–, amo a estos jóvenes con toda mi alma”.
Nos vemos en la próxima