Hay un término que usan los adolescentes a los que les doy clases que me parece muy adecuado para enfocar este libro extraordinario de François Sarano, oceanógrafo y buzo profesional francés. Sin embargo, odio cuando los adultos utilizan términos juveniles, y me da un poco de impresión (los adolescentes dirían “cringe”, pero también utiliza esa palabra gente de mi edad) incluso cuando avanzan sobre las músicas, las modas, los estilos de los jóvenes. Y todo esto que digo me trae de forma confusa, como un torbellino de agua remolcado a lomo de cachalote, pasajes de esta belleza que es El retorno de Moby Dick, y vuelvo a pensar en la palabra que me parece que lo define: es un libro “flashero”. Es un libro conmovedor, es un libro hermosamente escrito, y es un libro flashero, en todo sentido, una sensación que voy a tratar de reflejar en lo que sigue.
¿Qué sabía yo de los cachalotes antes de leerlo? Y peor aún, ¿qué idea tenía yo de la vida salvaje? Son buenas preguntas.
Todos estamos atravesados por las líneas confusas del presente y vamos solidificando algunos prejuicios, a veces como una forma de comedia personal, para poder manejarnos sin caer en el vacío total y la falta de dirección. Esto es un preámbulo para decir que, en mi vida personal, siempre jugué a despreciar la naturaleza. Al margen de que una vacación turística no nos conduce a la vida salvaje, esa ficción de naturaleza con la que se contenta mi congénere pequeñoburgués promedio (cada vez más económicamente amenazado en mi país por la política y el deterioro de todo lazo social) me ha resultado siempre sospechosa, hasta el punto de declarar, más de una vez, jugando a ser el señor Burns de Los Simpson: “Que se joda la naturaleza”. Para escandalizar gente, querido lector (no me tomes por quien no soy: soy el abogado del diablo frente a la conciencia bienpensante), he llegado a decir que el hombre debe transformarse en un ser biomecánico, y la tierra en Cybertron, el planeta de Transformers. La naturaleza retrocede. Dice el señor Burns, luchando con una ambientalista Lisa Simpson: “así que Madre Naturaleza nos declara la guerra, y ahora que pierde nos pide tregua. Pues mala noche”. Y sin embargo, incluso frente a la degradada domesticidad de los animales de compañía, como todo humano (y como todo consumidor de reels de Instagram) me he maravillado ante la otredad de los animales, siempre al borde de cometer errores éticos (la reducción, por ejemplo, de sus comportamientos a los esquemas sentimentales humanos). Cuando leí ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? me inquietaba la razón de la importancia que le atribuía Philip Dick a la desaparición de la vida salvaje. En ese mundo que construye (llevado magistralmente al cine por Ridley Scott) los animales han desaparecido, y los hombres los añoran, hasta el punto de que una de las industrias más extendidas es la producción de animales artificiales. Tener un animal real es un lujo persa, y uno muy deseado. ¿Se trata simplemente del encarecimiento de lo escaso? No, es el contacto con la vida, del que Sarano habla con una elocuencia extraordinaria en este libro increíblemente bello.
François Sarano bucea regularmente con un clan de cachalotes. Fotografía de René Heuzé.
Lo que nos cuenta es la historia de los cetáceos en general y de los cachalotes en particular, desde su transformación de animal de tierra en animal acuático, pasando por su reinado mitológico en los mares, su conversión en una presa privilegiada de la industria de los combustibles hasta llegar a su actual estado de especie súperprotegida pero en peligro. Eso a grandes rasgos. Pero, en especial, Sarano nos cuenta su experiencia como científico, buzo y hombre en contacto con animales inimaginablemente grandes y ajenos, con una prosa de gran belleza. He tomado testimonios por todo el libro, y elijo al azar: “La naturaleza, que no tiene ningún proyecto, crea de manera incesante novedades sin prejuicio”. Pero es bella (un adjetivo que odio) la experiencia de Sarano y de sus colegas: su contacto inesperado con seres fabulosos en el medio de quizás la única naturaleza salvaje que queda, la de los océanos; el descubrimiento de las peculiaridades de la vida social de estos gigantes del mar, inaccesible hasta hace unos años; la narración de momentos de ternura, juego y mutuo entendimiento con eso que es radicalmente distinto, irreductible a nuestras propias categorías, caprichoso en su particularidad y su diferencia. La lectura de El retorno de Moby Dick nos ayuda a ampliar nuestra idea de lo que significa percibir y ordenar la percepción, al ver lo que hace otra especie con otras necesidades en un medio completamente diferente al nuestro; a entender cómo puede crearse un lenguaje en condiciones tan extrañas a las propias; incluso nos ayuda a ampliar nuestra idea (mi propia idea, yo que soy una persona dogmática e ignorante) de lo que significa la palabra “inteligencia”. Una maravilla adicional son las ilustraciones y los códigos QR incluidos en el libro, que nos permiten ver y oír a los cachalotes en acción en nuestros dispositivos electrónicos, para entender realmente cómo es el sonido de ese lenguaje hecho de clics que (discutiendo con el cliché que pone al rugido del león en un tope fantasioso de potencia sonora en la vida salvaje) es, según Sarano, el grito más poderoso de la naturaleza.
Recordemos una novela más, antes de cerrar. Ese planeta Solaris que era el desvelo de una ciencia desorientada del futuro en la novela de Stanislaw Lem, un planeta cubierto por un océano que se dedicaba a una mímica caprichosa y que destinaba a los hombres tormentos psicológicos en forma de súcubos, y que era radicalmente incomprensible y hermoso en la misma medida. Me sorprendió sentir frente a los conmovedores animales de Sarano la misma sensación de maravillosa alteridad, tanto más cerca que los años luz y las capas de realidad que nos separan del imaginario planeta de Lem.
Nos vemos en la próxima.
Flavio Lo Presti
Docente, periodista y escritor. Desde hace años se dedica a leer y comentar libros.