El “carnívoro ético” contra el “vegano purista”: así empieza el controversial libro sobre la relación entre humanos y el resto de los seres vivos

junio, 2022
Publicado por primera vez en español, el nuevo libro del filósofo francés Dominique Lestel intenta cambiar la civilización para reconectarnos con la animalidad.

Fuente: Infobae

A principios de la década del 90, cuando el filósofo y etólogo francés Dominique Lestel empezó a interesarse académicamente por los animales, muchos lo consideraron un excéntrico. En los últimos años, sin embargo, cuestiones como el veganismo, los derechos animales y la extinción de incontables especies han puesto al animal como uno de los ejes fundamentales de debate del siglo XXI.

¿Qué es un animal? ¿Son animales los humanos? ¿Cómo podemos darle el lugar que se merecen en nuestras sociedades? ¿Existe una forma ética de ser carnívoro? ¿Y una no purista de ser vegano? En Nosotros somos los otros animales, publicado por primera vez en español por la editorial Fondo de Cultura Económica, Lestel parte de una investigación exhaustiva para tratar de responder estas preguntas y, en el proceso, echar luz sobre nuevois interrogantes y formas de pensar lo humano en relación a lo “distinto de lo humano”.

Desde la publicación de su libro Apología del carnívoro en 2011, el etólogo ha generado múltiples controversias al defender su concepto de un “carnívoro ético” en contraposición al “vegetariano ético” al que tanto critica. La tesis central de Lestel es que lo importante no es el problema moral del consumo de carne sino el problema político de la ganadería industrial y el sistema capitalista que la sustenta.

En su nuevo libro, el filósofo francés amplía esta idea al difuminar los límites entre los humanos y el resto de los seres vivos, y sostener que unos no pueden ser pensados sin los otros, ya que “solo existimos en la existencia de los otros seres vivos”.

Nosotros somos los otros animales abarca una multiplicidad de temas que se desprenden de uno de los principales temas de debate del siglo XXI: veganismo, domesticación, antropomorfismo, el “Gran Desastre” ecológico, el rol de las plantas y los hongos, robótica, animales artificiales y lo que el autor llama una “perspectiva zoofuturista”. Para el autor, la solución para los problemas actuales sobre la cuestión animal no es dejar de comer carne, sino “cambiar la civilización para reconectarnos con la animalidad”. Solo queda esperar que todavía no sea demasiado tarde.

Así empieza “Nosotros somos los otros animales”

Introducción

He dedicado los últimos diez minutos a mirar a un pájaro que me mira. La experiencia es siempre un poco extraña. Sus ojos no tienen párpados ni esclerótica. Se siente, empero, la atención con que nos mira. Yo mismo tengo siempre la impresión de que el pájaro se burla de mí. Que hay en él una inagotable reserva de ironía que guarda para destinármela. Trato de imaginarme pájaro que me mira. ¿Qué pensaría de mí si me mirara de ese modo? El pensador taoísta Chuang Tse se pregunta, en un texto a menudo citado, si es un hombre que sueña que es una mariposa o una mariposa que sueña que es un hombre. ¿Cuál es la respuesta correcta? La verdad es que nos da igual. Lo importante es que un pensador chino de primer orden haya comprendido que los animales, las plantas y nosotros solo existimos a través de los sueños de los unos y los otros.

En los años noventa, cuando empecé a interesarme en los animales, pasaba por ser un tanto excéntrico. Hoy, el animal se ha convertido en un tema de sociedad. Nos preocupamos por su bienestar. Nos inquieta su desaparición programada. Nos indignan las violencias que el ser humano perpetra contra él, y no hay semana en que no se publique un nuevo libro apologético del régimen vegano, que excluye toda materia animal de la alimentación y de los productos utilizados, y reivindica una virtud de la que hace tiempo ya nadie se preocupaba, salvo los santurrones y los comunistas. En estos últimos veinte años, algo fundamental ha cambiado en nuestra sociedad. Resta saber qué, y si estamos en el buen camino. El interés inédito prestado al animal, en una cultura que hasta aquí no se conformaba con ignorarlo de manera notoria, sino que lo detestaba francamente, es sin lugar a dudas positivo. Pero la malignidad del mundo es una convicción demasiado arraigada en mí para creer al pie de la letra en un interés tan repentino y en exceso consensual para ser sincero. La búsqueda del Bien siempre es tremendamente peligrosa. Con el tono sarcástico que lo caracterizaba, Philippe Muray se lamentaba de nuestra vulnerabilidad frente al Bien, que se debía al hecho de que solo nos enseñan a luchar contra el Mal. Nuestro amor actual por el animal oculta en particular dos cosas molestas. En primer lugar, un retorno evidente al orden moral. Algunos hablan ya de mandar a la cárcel a quienes no se ajusten a las nuevas reglas de rectitud y sueñan con enviarlos a campos de reeducación para enseñarles, no a pensar bien (al margen de Alain Badiou, no son de todos modos ni estalinistas ni maoístas), sino a comer bien. A continuación, un desconocimiento persistente del animal, aún y siempre. Por lo demás, cuando se reflexiona un poco sobre ella, es bastante extraña esa incapacidad de Occidente para pensar el animal de manera satisfactoria, aun cuando se lo ame o al menos se simule amarlo. El lector habrá comprendido que no creo que el peluche sea el futuro del animal. Como un día me decía con ingenuidad un vegano, ¿por qué comer al animal si se lo puede acariciar? El resultado es una mezcla un poco barroca de neocolonialismo y neomaternalismo en ese deseo subterráneo de ocuparse del animal por su bien y protegerlo contra las fuerzas malvadas que proliferan a su alrededor. ¿La Madre Abusiva y el Padre Azotador estarían dispuestos a hibridarse en torno de la figura del animal-víctima? Pero en el reino del animal (y del vegetal y del hongo) hay algo más que una forma particular de moral y benevolencia levemente forzada, y centrarse en estas es otra manera de evitar hacerse, en toda su inquietante extrañeza, la pregunta esencial: ¿qué es un animal, cómo podemos darle el lugar que merece en nuestras sociedades y qué podemos hacer con él?

Cohabitamos, en una enorme diversidad de maneras, con una multitud de individuos de otras especies. Nos constituimos a la vez como humanos y como personas por medio de esas cercanías, cohabitaciones y fricciones. Algunos de esos intercambios son extremadamente positivos; otros son definitivamente tóxicos. Los que mencionamos de ordinario no son más que un ejemplo entre muchos otros, para los cuales, a veces, ni siquiera tenemos palabras. Las palabras son muy importantes. Son preciosas aliadas para construir vidas comunes con los “distintos de los humanos”, para utilizar una bella expresión del antropólogo Alfred Irving Hallowell, que prefiero a la de “no humanos”. Esas palabras no son solo amigas, también son insidiosas entidades con las cuales hay que tomar el máximo posible de precauciones. Así, nunca voy a hablar de “interacción” para designar lo que sucede entre los animales y nosotros. La interacción no existe. Su supuesto es que lo que interactúa pre existe a la interacción. Además, rara vez es interesante, lo cual es ya una buena razón para dejarla de lado. La interacción es el grado cero de lo viviente. Es un lenguaje de burócrata, militar o psicólogo, que, como todo el mundo sabe, son más o menos lo mismo. Voy a hablar, antes bien, de “cohabitación” o “vida compartida”. En otras palabras, solo existimos en la existencia de los otros seres vivos: los animales, los vegetales, los hongos, los virus, etcétera.

Retomo con ello una intuición fundamental de Paul Shepard (1925-1996), uno de los padres del pensamiento ambientalista estadounidense, un pensador un tanto olvidado a causa de la dificultad de su estilo un poco caótico, de la inventiva de sus ideas, de su desenvoltura absoluta frente a las instituciones y de su mal carácter crónico. Para él, el humano se constituye en la textura de la animalidad. La fuerza y la originalidad de su propuesta radican en que esta no es solo ecológica sino intrínsecamente ontológica. Nosotros somos los otros animales. Pero también las otras plantas, los otros hongos y los otros virus, e incluso los otros ángeles, aunque este es otro problema. La dificultad no reside en que el humano deba cohabitar con los otros, sino en que él es los otros, así como los otros son él. Con la salvedad de una simetría, de todas formas. Cuando los otros hayan desaparecido, el humano ya no existirá. Mientras que si los humanos desaparecieran, los “otros” se sentirían sin duda mejor. Apenas un detalle.

Vale decir que mi interés y mi proximidad con el animal no tienen nada que ver con el amor. El imperativo hoy de moda entre una cantidad creciente de personas, a saber, que se debe “amar” a los animales, siempre me dio que pensar. No “amo” a los animales. Estimo que son indispensables para el humano y la armonía del mundo (entiéndase lo que se entienda por ello) y considero que maltratarlos es una mancha ontológica, por las mismas razones por las cuales me parece insoportable que quemen una obra maestra artística o destruyan estatuas históricas. La empatía no tiene nada que ver con mi pasión por la animalidad, y además no tengo ninguna empatía con nada…, perdón, con nadie. Tal o cual animal puede parecerme “muy lindo”, pero soy consciente de la puerilidad de ese sentimiento.

Con la llegada del siglo xxi, las culturas occidentales pasaron del paradigma del animal-máquina al del animal-peluche. El animal-máquina es el de los cartesianos. Es el animal considerado como una máquina exclusivamente movida por engranajes más o menos complejos. El animal-peluche es el animal “demasiado lindo” al que podemos acariciar y debemos proteger. Es una quimera que oscila entre el animal-kitsch y el animal víctima. La santurronería del siglo xix beato se ha tornado vellosa o emplumada. La explotación animal es intolerable, no solo porque el animal sufre, sino porque toda degradación de un animal es un atentado contra lo viviente.

El espacio animal es de una complejidad intrigante, y el deseo de comprenderlo, una de las formas de deseo más nobles a las que el humano pueda sucumbir. Pensar que algún día agotaremos su examen es de una vanidad insoportable. De manera general, la naturaleza siempre será más vasta que el saber humano que pueda tenerla como objeto. Uno de los descubrimientos científicos notables del siglo xx consiste en haber comprendido que al animal solo podrá comprendérselo, aunque sea parcialmente, si se comparte la existencia con él. Antes de los etólogos (los especialistas en comportamientos animales), los cazadores y los criadores habían desarrollado un conocimiento profundo de los animales. Precursores de la zoología como Darwin los frecuentaron con asiduidad. Los sucesores de esos grandes hombres se encerraron en sí mismos. Después de todo, la ciencia era reciente y el verdadero saber estaba en ella: era inútil cargar con el pasado. Pero este vuelve al galope. El tiempo del desprecio terminó por evaporarse.

Ocho capítulos estructuran este libro. El primero se ocupa de la domesticación. De hecho, este fenómeno aparentemente muy clásico se entiende muy mal. ¿Qué significa domesticar a un animal y cuáles son sus desafíos? ¿Hay todavía animales que no estén domesticados de un modo u otro? El capítulo ii examina la postura vegana, que rechaza la domesticación y cualquier forma de lo que designa con el término “explotación” del animal. Pero ¿el vegano ama verdaderamente al animal, como dice, o más bien la idea de amarlo? El capítulo iii se extiende en la cuestión de las plantas y los hongos para recusar la visión que los veganos tienen de ellos. En efecto, si vegetales y hongos son de una complejidad cercana a la de los animales, ¿se los puede comer sin la mala conciencia que debería acompañar su consumo? El cuarto es el capítulo epistemológico del libro, ya que aborda el problema del antropomorfismo, es decir el hecho de atribuir de manera inoportuna características propias del humano a los comportamientos del animal. El capítulo v se refiere a lo que llamo el Animal singular, es decir el que no se comporta como debería si se tiene en cuenta la especie a la cual pertenece. Algunos de esos animales, los más intrigantes, son el resultado de asociaciones específicas con humanos. De ahí la cuestión de saber cómo puede pensarse a esos animales que lo son de diferente manera con los humanos. El capítulo vi es más sombrío. En él se aborda la cuestión de la desaparición de las especies y su significación para el humano. Se ha dicho que entrábamos a la “sexta extinción”. El capítulo vii es una continuación lógica del anterior: si los animales naturales desaparecen, ¿no los reemplazarán animales artificiales que se conciban para “complacer” al humano? El capítulo viii, finalmente, examina el deseo de converger hacia el animal y no solo frecuentar los mismos espacios, y en ese sentido la perspectiva zoofuturista abre un nuevo capítulo de la cohabitación del hombre y el animal.

Yo tenía una hermana menor que quería animales de compañía. El problema es que mis padres se mostraban totalmente alérgicos a la idea de tener animales en un apartamento parisino. Pero la muchachita estaba tan decidida a tenerlos que llegaba a la altura de un genio para persuadir a los padres de ceder a ese deseo. ¿Qué quiere decir el hecho de que tener tantas ganas de compartir nuestra vida con animales nos lleve a adquirir una inteligencia superior? A fin de cuentas, el humano se vuelve verdaderamente humano con el animal. De eso quiero hablar aquí.

Quién es Dominique Lestel

♦ Nació en 1961 en París, Francia.

♦ Es filósofo, etólogo y en su obra analiza las intoxicaciones conjuntas de lo humano y lo no humano.

♦ Obtuvo una licenciatura y una maestría en filosofía de la Universidad de París IV-Sorbona.

♦ Está inspirado en el filósofo estadounidense David Thoreau, el napolitano Giambattista Vico y en pensadores más contemporáneos como Isabelle Stengers o Francisco Varela.

♦ Ha escrito más de una decena de libros, entre los que se incluyen La animalidadApología del carnívoro y ¿Para qué sirve el hombre?

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