El odio a lo viviente

julio, 2022
La matanza de animales alcanza niveles altísimos de salvajismo, una tendencia humana ancestral que acentuó la industrialización. "El gran desastre", lo llama el filósofo Dominique Lestel.

Fuente: Noticias

Autor: Dominique Lestel

Es una de las historias más sórdidas que conozco. La cuenta Jim Nollman, un pionero que desarrolló el proyecto de hacer música con animales. Él mismo la califica como la historia más descorazonadora de las interacciones entre hombres y cetáceos. Es la historia de unos chicos que matan al único espécimen vivo jamás visto de “Mesoplodon ginkgodens”, una especie rarísima de mamífero marino. Una tarde de 1957, esos niños juegan al béisbol en la playa de Osio, cerca de Tokio, y ven un cetáceo que nada con dificultades en el agua poco profunda, como si quisiera encallar. Cuando el animal llega por fin a la orilla, los niños se lanzan a verlo. Dos barbas que parecen defensas aparecen en el labio inferior y se alzan. El cetáceo no se asemeja a una ballena sino más bien a una de esas criaturas marinas míticas que ilustraban los mapas antiguos. Tras observarlo durante un momento, los niños lo masacran con sus bates de béisbol. El biólogo marino japonés Masaharu Nishiwaki se presenta en el lugar la mañana siguiente. Se asombra al comprobar que las barbas de la osamenta sangrante no corresponden a un Mesoplodon conocido. Es una nueva especie. La denomina “Mesoplodon ginkgodens” a causa de esas barbas que se parecen tanto a un ginkgo, el árbol emblemático de la cultura japonesa. Luego de esta identificación, otras diez ballenas de la misma especie se encontrarán muertas en distintas playas, pero nunca más se verá a una viva.

La letanía de los animales que son los últimos representantes de su especie y que se hacen matar no es de ayer. Acompaña a la humanidad desde sus comienzos. Es una historia recurrente y siempre muy sórdida. El último oso gris mexicano, una subespecie del grizzli, fue muerto en 1939. El último lobo de Gran Bretaña, en 1509. La última cuaga (subespecie de la cebra) murió en 1883 en el zoológico de Ámsterdam. La última cotorra de Carolina, en 1918 en el zoológico de Cincinnati. Podríamos seguir durante mucho tiempo. En particular porque cada vez conocemos mejor a los animales, pero esta no es la única razón: el índice de las pérdidas animales se aceleró rápidamente. En 1986, Daniel Simberloff había calculado que el 66% de las especies de plantas y el 69% de las especies de aves estarían extinguidas en 2000, habida cuenta del índice de deforestación. Ni siquiera los humanos están protegidos. En el siglo XX se erradicaron noventa de las doscientas setenta tribus indígenas de Brasil. Cuando el último tasmano autóctono, William Lanne, murió en 1869, un miembro de la Royal Society de Tasmania, el doctor George Stokell, ordenó abrir su tumba e hizo una tabaquera con su piel, sumando el insulto al genocidio. Cuando la última autóctona de sangre pura murió algunos años después, ya no quedó ningún tasmano.

La historia del mamífero marino masacrado por los niños en la playa japonesa es tan triste porque ilustra una reacción desdichadamente demasiado conocida en el humano, consistente en destruir lo que no comprende y matar lo que no conoce. El humano no solo es un depredador más allá de toda proporción. Mata en exceso y a tontas y a locas. Acusar a tal o cual civilización significa pasar por alto la cuestión. Esos comportamientos aparecen desde la prehistoria y los casos de maltratos gratuitos infligidos a los animales son poco menos que universales. La cultura occidental no hizo sino sumar algunas dimensiones inéditas a esta historia sórdida. Una tecnología muy desarrollada, una concepción de la eficacia inapropiada que la ha acompañado (algo que podríamos caracterizar como una forma de cartesianismo que aísla los problemas unos de otros para resolverlos uno por uno y siente una confianza ilimitada en la razón abstracta), una avidez desmesurada y un odio inédito hacia los animales han agravado una situación preexistente.

Hablar de “odio” parece exagerado y el recurso a la palabra merece explicitarse. No todas las culturas atribuyen la misma importancia a todos los animales. Algunos de estos tienen más valor que otros, incluso entre los pueblos de cazadores recolectores que son supuestamente los más ecológicos. Los amerindios de la selva amazónica consideran, por ejemplo, que un jaguar tiene más valor que un perezoso, al que, después de mutilarlo, pueden atar para que los niños jueguen con él. El Occidente cristiano (y las religiones del Libro en general) innova al mirar con desprecio el conjunto de la animalidad, de la que el hombre debe apartarse de la manera más radical posible. ¿No está escrito en la Biblia que el hombre debe someter a los otros animales? Como escribe el urbanista y pensador estadounidense Lewis Mumford en 1967, es “un grave error de la teología cristiana” considerar que la Tierra es la propiedad exclusiva del hombre. Pero la noción de “propio del hombre”, que concibe a este como un individuo que se arrancó de la animalidad gracias a sus competencias excepcionales, hunde sus raíces en el pensamiento griego e incluso se remonta más atrás, como lo muestra el mito de Prometeo, según el cual el humano es el animal olvidado en la distribución de las competencias entre los animales, que a modo de compensación obtiene la capacidad de utilizar herramientas. La historia occidental abunda en la erradicación múltiple de tal o cual especie animal: los animales catalogados de “nocivos” pueden ser eliminados sin miramientos, y si son nocivos, solo lo son, desde luego, en relación con la amenaza que representan para las culturas humanas, sin consideración por su lugar en los ecosistemas que ocupan. Los comportamientos histéricos y de extrema violencia contra el animal son demasiado frecuentes para estimarlos puramente anecdóticos. Por ejemplo, la gran matanza de gatos en vísperas de la Revolución Francesa había sido precedida por los instrumentos de tortura inventados en la Edad Media para hacer aullar a los felinos y regocijarse con sus gritos, como el órgano de gatos. Pero las cacerías contemporáneas que adoptan la forma de masacres organizadas no son mejores.

Nuestra cultura ha inventado otro medio, aún más radical, de matar masivamente al animal. Es lo que tengo ganas de llamar “masacres por negligencia”. Friedrich Nietzsche tuvo la intuición de este fenómeno. En “Humano, demasiado humano”, menciona la “crueldad del gesto maquinal”. Para hacer que se tome conciencia de este fenómeno, la artista y antropóloga Marion Laval-Jeantet fabricó un manto que armó sobre la base de pieles de animales matados por los autos, y cuyos cadáveres recogía en las carreteras. Entran en esta categoría los animales muertos a causa de las instalaciones eléctricas, los aviones y, sobre todo, diversos tipos de contaminación. Así, el plástico se ha convertido en una amenaza, mayor pero universal, y su contaminación alcanza proporciones apocalípticas que nadie decidió jamás. Se han encontrado restos en el estómago de animales minúsculos que viven a once mil metros de profundidad en las fosas del Pacífico. La fotógrafa Mandy Barker hizo de esa contaminación insidiosa el tema rector de su trabajo: muestra así la diversidad de los pedazos de plástico hallados en el estómago de pájaros, al igual que la diversidad de su procedencia. Los animales que lo absorben mueren de hambre, porque creen haber comido cuando en realidad no tienen nada en el vientre. Y los que comen esos pescados absorben cantidades no desdeñables de plástico en virtud de la misma situación. La civilización de la automatización es también la de la automatización de la muerte. El humano se torna más asesino por negligencia que por deseo de asesinar. No es decir poca cosa. La inacción se ha convertido en un comportamiento letal extremo, aun cuando algunos organicen esa negligencia de manera muy cínica. Ya ni siquiera hace falta que queramos matar a los animales: nuestro modo de vida basta para hacerlos desaparecer sin esfuerzo.

Lo cual no impide que algunas de nuestras prácticas sean más bárbaras que otras. La pesca industrial que atrapa todo lo que puede con inmensas redes de arrastre y vuelve a tirar al mar una enorme proporción de las capturas que al parecer no sirven para nada es un ejemplo deprimente de lo que decimos, aun cuando en este caso se trata no tanto de negligencia “stricto sensu” como de superexplotación apocalíptica. Con la “pesca eléctrica” hemos incluso entrado claramente en la depredación apocalíptica. Este método deja inconscientes a los peces y crustáceos, que suben entonces a la superficie y quedan atrapados en las redes. “Dejar inconsciente” debe tomarse en su sentido más violento. Los peces son sistemáticamente electrocutados y, por tanto, partidos y despellejados. Por otra parte, esta pesca limpia los fondos marinos con una eficacia demoníaca. En cualquier técnica depredadora tradicional, la presa siempre tiene alguna oportunidad, por poca que sea. Siempre hay algunos afortunados que logran escapar. En el caso de la pesca eléctrica, el animal ya no tiene ninguna oportunidad. Se ha pasado de la depredación al exterminio. Con ella se escribe además un nuevo capítulo en la guerra de clases. Los barcos ultramodernos que la practican ya no dejan pez alguno para los pescadores tradicionales y no permiten a las presas reconstruir su población, porque la cuestión no pasa ya por la cacería sino por el exterminio sistemático. Esta manera de pescar es tan destructiva que está prohibida en todo el mundo (incluso en China, desde 2000), al igual que la pesca con explosivos o envenenamiento. Europa hace rancho aparte. Aunque en un primer momento estuvo prohibida, los Países Bajos obtuvieron en 2006 una exención para equipar al 5% de su flota con esta tecnología. Y mostraron con rapidez su mala fe al exceder largamente su cuota, lo que los ha llevado ahora a tener que enfrentar juicios.

Todo el mundo sabe que el hundimiento dramático de la biodiversidad es hoy un gran problema. La situación es tal que investigadores australianos han creado un nuevo campo de estudio, el de los “extinction studies”, que se ocupan del fenómeno de la desaparición de las especies. David Raup y Jack Sepkoski definieron en 1982 el concepto de extinción masiva. Esta se caracteriza por la pérdida de una gran cantidad de especies y el acortamiento de los períodos en cuyo transcurso se produce. Deborah Rose, Thom van Dooren y Matthew Chrulew, que se cuentan entre los pioneros en este ámbito, justifican su decisión de tomar nota del fenómeno por medio de “narraciones” e “historias” en vez de recurrir a estadísticas y cuadros comparativos. Dar un lugar a la multiplicidad de sus significaciones. Crear aperturas a través de ellas. Sumergirse con pasión en la vida de los no humanos, según la bella expresión de Anna Tsing. Apelar, de resultas, a la experiencia y el conocimiento experto de una variedad muy grande de personas diferentes: cazadores, granjeros, artistas, autóctonos. Considerar, por consiguiente, que la cuestión de la extinción no es un asunto reservado a los especialistas en ciencias naturales —en particular especialistas occidentales—, porque dicha extinción es un fenómeno más biocultural que biológico. Hay que comprender y responder a ese fenómeno de muerte colectiva que es la extinción y no reducirlo a su dimensión humana. Una especie es ante todo una herencia intergeneracional, y lo que se pierde es la capacidad de las generaciones de renovarse. Para James Hatley, son tantas las especies que desaparecen que preguntarse cuáles elegir para hacer de ellas el objeto de una rememoración es ya un problema arduo. Van Dooren profundiza en esa idea al constatar que la coevolución se transforma con rapidez en una manera de morir juntos. En cuanto al escritor Romain Gary, expresa muy bien la idea de que el humano puede tener una deuda con los animales en una novela que hizo época, “Las raíces del cielo”, que obtuvo incluso el premio Goncourt en 1956. Su personaje central explica que los prisioneros de un campo de concentración nazi logran sobrevivir gracias a pensar en las manadas de elefantes en libertad. La libertad humana depende de la de los grandes animales salvajes. Con el fin de los últimos elefantes libres en África, el propio humano perderá su libertad.

El transhumanismo escribe el último capítulo de esta historia de la infamia que es el rechazo del animal en la cultura occidental, porque simplemente este ya no tiene lugar en los futuros que el transhumano por venir se prepara, y nos prepara. Paul Shepard insistió desde la década de 1970 en la necesidad de que el humano viva en la textura de la animalidad. Para él, una vida sin animalidad era sencillamente inhumana; solo transhumana, replicarán los transhumanistas. El transhumano ya no necesita tener la más mínima relación con el animal. En 2010 tuve la oportunidad de conocer a Nick Bostrom, jefe de fila de los transhumanistas y director del Institute for the Future of Humanity de Oxford, quien me confesó, en un momento de la conversación, que no soportaba estar en una misma habitación con un animal, aunque fuera una mosca. En ese instante comprendí verdaderamente lo que era el transhumanismo: menos el odio habitual hacia el animal que la cultura occidental expresa desde sus orígenes que una alergia profunda a la animalidad. Lewis Mumford expresa una intuición justa cuando lleva a sus extremos lógicos una frase escrita por Johann von Neumann en 1956, según la cual las posibilidades tecnológicas son irresistibles y si el hombre puede ir a la Luna irá, si puede controlar el clima lo controlará. Mumford llega a la conclusión de que aceptar semejante “compulsión tecnológica” significa que si el hombre tiene el poder de exterminar toda la vida sobre la Tierra, la exterminará. Lo que acaso se le escapaba es que esa compulsión técnica no nos llevará sobre la marcha a provocar la desaparición de la vida, pero ese es el sentido profundo de lo que llamamos erróneamente “progreso técnico” y que debería rebautizarse como guerra evolucionista entre máquinas y seres vivos biológicos. Más allá de la indignación siempre estéril y con frecuencia pueril, la relación patológica con el animal que constituye una especificidad de nuestra cultura merece despertar la atención del filósofo más de lo que ha ocurrido hasta el momento. La muerte animal reviste en ella una significación inédita. Ninguna época mató tanto a los animales, y acusar solo a los países occidentales sería ridículo. Ninguna lo hizo de manera tan sistemática. Ninguna desarrolló maneras de actuar tan extremas para obtener resultados tan irrisorios. Ninguna cultura prestó tan poca atención a sus comportamientos destructivos, y ninguna mostró en ello tanta desenvoltura. En efecto, no se trata solo de matar en magnitudes inexistentes con anterioridad, sino de asimismo negarse a prestar interés a las consecuencias de esas masacres y no preocuparse por ellas. La situación carece de antecedentes: mezcla un salvajismo extremo, una irresponsabilidad absoluta y una desenvoltura desconcertante. Lo más triste de la historia es que no sabemos qué perdemos con la extinción de las especies. Es como si un agente de policía viniera a vernos un día y nos explicara que una casa que nos pertenece y hemos recibido en herencia ha sido desvalijada, cuando en realidad no fuimos nunca a verla y solo tenemos una idea muy vaga de las riquezas incalculables que podríamos encontrar en ella.

-Dominique Lestel es filósofo y etólogo. Estudió filosofía en la Université de Paris IV-Sorbonne y se doctoró en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Ha sido investigador en el Muséum National d’Histoire Naturelle. Ha ocupado cargos de investigación y docencia en diversas universidades, entre ellas, la University of California, el Massachusetts Institute of Technology (MIT), la Boston University, la Université de Montréal, la Macquarie University de Sydney y las universidades de Keio y Tokio. Su último libro publicado en castellano es “Nosotros somos los otros animales” (FCE).

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